La verdad que siempre he tenido reglas abundantes y, desde muy pequeña, problemas de anemia, pero honestamente, era algo que encajaba en mi familia porque ya mi madre y mis tías habían estado en la misma situación.
Cuando ya rondaba la veintena, recuerdo que un ginecólogo me dijo que tenía varios miomas, pero, que, sin ser un problema, habría que ir haciendo un control y seguimiento por si crecían. Igualmente, me quedé tranquila pensando que seguía formando parte de la normalidad porque nunca supuso un problema para los médicos.
Siempre he ido a controles ginecológicos periódicos, por lo que siempre me sentí, de alguna forma, protegida. Cuando me dijeron que tenía un mioma muy grande (aproximadamente 7,5 cm) la preocupación se centraba más en la posibilidad de tener hijos más que en cualquier otro tema de salud.
Recuerdo que los ginecólogos estaban muy centrados en la posibilidad de no llegar a quedarme embarazada nunca, así que yo, que acababa de empezar con el que es actualmente mi marido, tuve que asumir la situación y tener ese tipo de charlas que nadie quiere tener cuando está empezando algo bonito y del que esperas tantos planes de futuro.
La vida es una cosa muy curiosa porque, sin pedir permiso, te cambia de la noche a la mañana y nosotros que estábamos centrados en la posibilidad de tener una vida sin descendencia, nos quedamos embarazados sin casi tener la oportunidad de prepararnos.
Y así llegó Brais en 2020, con pandemia incluida. El mioma, durante el embarazo, creció hasta los 10 cm, algo que parecía completamente dentro de la normalidad y meses después, se quedó en 6 cm, algo francamente bueno.
Pero nosotros, que queríamos ir cerrando etapas, nos convencimos que tener dos niños seguidos sería duro al inicio pero que traería muchas ventajas a la familia. Así que nuevamente, sin poder tan siquiera pensarlo con mucha calma nos volvimos a quedar embarazados. Pedro se abría paso para nacer en 2021.
¿Cómo pensar que algo iba mal? Imposible, todo parecía que nos estaba saliendo a la perfección. Lo siguiente era pensar que el mioma volvería nuevamente a los 6 cm y nuestras vidas seguirían siendo tan maravillosas y cumpliendo todas las expectativas que habíamos esperado.
Era la navidad de 2021. Pedro tenía dos meses y yo, que acababa de pasar una regla más parecida a una hemorragia, me noté un bulto en el vientre que me podía coger literalmente con una mano. Ahí presentí que algo no iba bien; de hecho, recuerdo haber tomado las uvas suplicando tener un año lleno de buena salud.
Fue a la vuelta de las vacaciones de navidad y reyes cuando decidí ir al médico para ponerle nombre a lo que me estaba pasando. Fui a mi ginecóloga privada que, literalmente se rio de mi porque “me cogía el útero desde el vientre”. Me dijo que me tenía que operar y que lo más recomendable en mi situación era hacerme una histerectomía para olvidarme ya del tema y seguir adelante.
Fui también al ginecólogo de la seguridad social. Fue de las experiencias médicas más decepcionantes de mi vida. En la consulta no hubo ni un ápice de empatía. Parecía que nada de lo que le decía, mis síntomas, mis sensaciones, lo que me había pasado, calaba en aquel ginecólogo que lo único que parecía querer era que aquella consulta terminara lo antes posible.
Mismo diagnóstico que en el privado: mioma demasiado grande que hay que quitar. Se recomienda una histerectomía ya que mi útero para poco más servía.
Así que me fui de aquella consulta, apuntándome a una lista de espera para operarme, de unos 6 meses de media, sin una nueva cita para revisión (teniendo en cuenta que podría estar medio año esperando a la operación), sin una analítica para seguimiento de la anemia, sin prescripción de hierro. Nada. De allí salí con la palabra del médico de normalidad total y que esperase a que me llamaran.
Recuerdo que le decía que tenía dolor y que me tenía que tomar todas las noches ibuprofeno. Su contestación fue simplemente que lo intercalara con paracetamol. Lo dicho, la consulta más decepcionante que tuve en mi vida.
Está claro que, cuando las cosas no están bien, tu cuerpo te va avisando. Esa semana, después de mi cita con el ginecólogo, tuve fiebre todas las noches. Llamé a mi médico de cabecera que rápidamente me mandó hacer una analítica de urgencia al día siguiente.
Recuerdo que ese viernes estaba súper cansada. Pedro, con tres meses, tenía tantos cólicos que apenas podíamos dormir. Era media mañana y no dejaba de llorar así que me levanté del sofá y me fui con él a dar una vuelta para ver si se calmaba un poco.
Recuerdo también pensar por dónde pasear y que, internamente, me dije de dar únicamente vueltas cerca de casa por si no aguantaba con el cansancio. Y ahí, en ese paseo empezó todo.
Del centro de salud me llamaron para que fuera inmediatamente a urgencias porque tenía la hemoglobina por los suelos (5,8 cuando el mínimo es normalmente 13). ¡Con razón estaba tan cansada!
Ya en el hospital, las ginecólogas que me atendieron me dijeron claramente que no podía esperar a la operación seis meses y que iban a forzar la lista de espera para intentar operarme en dos meses. Un par de bolsas de transfusión y a casa.
Pero mi cuerpo seguía dándome señales de que las cosas se precipitaban. Una semana más tarde, me levanté tan cansada que no podía ponerme casi en pie, así que volvimos a urgencias.
Hemoglobina a 5,7. Menos que la semana anterior. Los médicos decidieron ingresarme directamente para forzar un hueco en la lista de espera. Me dijeron que tenían que garantizar mi estado de salud intentando restablecer un mínimo la hemoglobina para ir tranquilos a la operación, así que después de una semana ingresada, conseguimos fecha para la histerectomía.
Durante esa semana ingresada, antes de la operación, siempre se habló de mioma. Parecía que todo iba sobre lo planeado. Nunca se planteó otra situación. Nunca, hasta que dos días antes de la operación, saliendo del baño, me desplomé en el suelo. Fueron apenas unos segundos, pero sentía que mi cuerpo ya no podía más.
Me ayudaron a acostarme en la cama y empecé a notar un dolor extremadamente fuerte. Me iban metiendo medicación, pero a mi nada me ayudaba hasta que por fin después de darme mórficos me quedé más tranquila. Fue ahí que una ginecóloga me vino a visitar y me dijo que estaban valorando hacerme una resonancia pero que lo descartaban porque ya me iban a operar de manera inminente.
Recuerdo no entender porqué llevaba cinco días en el hospital y nunca habían valorado antes ninguna prueba de imagen. Y empecé a no entender nada cuando ya empezaron a hablar de un posible “mioma atípico” y que, no lo esperaban, pero quizás lo que tenía era otra cosa.
Pero seguí sin entender nada, cuando cinco minutos antes de entrar en el quirófano, la cirujana me dijo que se había reunido con el equipo y había solicitado un TAC tres días antes pero que lo habían descartado porque no iba a dar mejor información que la operación.
No lo entendía. Desde mi ingreso, hasta mi operación pasaron siete días y era antes de esa operación cuando los médicos me decían que podían haber hecho más pruebas pero que no le veían el sentido.
Mirándolo ahora, con perspectiva, creo que prefiero haber entrado en aquel quirófano pensando en que lo que iban a encontrar era un mioma atípico porque, desde luego, mi preocupación en aquel momento era simplemente la operación y una cicatriz que me iba a dejar marcada la barriga de por vida.
La operación salió bien y, cuando desperté, la cirujana me enseñó una foto de un “mioma” de 1,7 kilos, muy basculado y con muy mala pinta.
Efectivamente, en anatomía patológica se detectó que aquello era un tumor maligno. Un sarcoma. En ese momento, se me diagnosticó con un sarcoma de estroma endometrial de grado algo, es decir, de muy rápido crecimiento.
Rápidamente me citaron en oncología. En el hospital de día de oncología de Santiago de Compostela. Yo, en aquel sitio. Yo, ¿en serio?
Aquella primera consulta la recuerdo como algo que pasaba delante de mis ojos como si yo fuera un espectador. Algo que estaba sucediendo pero que realmente no estaba pasándome a mi…quizás a una versión de mí, pero no a aquella persona que tenía un niño de dos años recién cumplidos y un bebé de cuatro meses. No, eso a mí no.
El TAC que me hicieron en ese momento era muy esperanzador porque salió todo limpio. Es decir, se quitó el tumor y parecía que el resto estaba todo perfecto. Sin enfermedad.
La oncóloga me explicó que este tipo de tumor y, en general, el tipo de cáncer era muy infrecuente y que no había ningún tratamiento. Que se tenían que regir por las guías internacionales que recomendaban un tratamiento preventivo sistémico, es decir, quimioterapia, acompañado por radioterapia.
Así que me pusieron cuatro ciclos de gemcitabina y docetaxel cada 21 días.
Durante esos cuatro ciclos, de abril a junio, le iba diciendo a la gente lo que me había pasado y dando normalidad y tranquilidad porque todo estaba bien: yo estaba limpia y se trataba de un tratamiento preventivo para evitar que volviera la enfermedad.
Yo lo contaba como algo prometedor. Iba tranquilizando a la gente para que no se preocupara porque, aunque iban a ser meses duros, era por un bien mayor. En realidad, iba a ser una época dura, pero iba a merecer la pena con tal de que todo terminara ahí. Estaba tan segura de que todo iba a ir bien que lo creía firmemente, tanto, que a mi hijo pequeño le susurraba que estuviera tranquilo que mamá iba a dar guerra hasta los 93 años.
Y no es que yo fuera muy optimista. No. Es que en la consulta de la oncóloga nunca se me dijo otra cosa que no fuera “tratamiento adyuvante”, “tratamiento preventivo”. Cada vez que salía de la consulta, lo único que pensaba era cuando se terminaría todo para que volviera a tener pelo, para volver a tomar el sol, para hacer planes con mis hijos.
Vivía en completa desconexión con la enfermedad y sus complicaciones. Para mí, todo aquello, era un pequeño trámite. Un peaje a pagar.
Cuando terminé la quimio me sentí liberada, con tanta fuerza y optimismo que le dije a mi oncóloga que, si tenía que hacer un ciclo más para asegurar, lo hacia sin problemas. Cuando la gente me preguntaba por el tratamiento, siempre decía que aquello había sido un paseo. Un paseo duro, pero algo que tenía un fin.
Ahora veo que no hay nada más fuerte que una mente que pone todo su esfuerzo y su capacidad en un único pensamiento. No hay cansancio, yagas o mareos que puedan con una cabeza que tiene claro a dónde ir.
Tan tranquila estaba que, antes de empezar con el tratamiento de radioterapia, le planteé a mi oncóloga no hacerlo. Mi razonamiento, en ese momento, era que, si yo estaba bien y el tratamiento era únicamente preventivo, no tenía muy claro el motivo por el cual pasar por una radio que se planteaba con muchos efectos secundarios.
Mi oncóloga me dijo que entendía perfectamente mis dudas y que, si decidía no hacer la radio, era una decisión tan buena como hacerla ya que nadie podía asegurarme que la enfermedad volviera en un caso o en otro.
La radióloga, en cambio, me dijo que esperara a que se volvieran a reunir para replantearme el tratamiento. En la siguiente cita, efectivamente, me propusieron la radio, pero quitando la parte de braquiterapia, y algo nuevo, el tumor que me quitaron, de repente, paso a ser un tumor maligno muy agresivo y con muy mala leche.
También mi oncóloga, de repente, cambió su mensaje y empezó a darle un poco más de protagonismo a la malignidad del tumor. De hecho, fue la primera vez que tuve verdadero respeto al sarcoma. Accedí sin dudas al tratamiento de radioterapia.
Fue en ese impás de tiempo, en el que esperaba a la radio, cuando conocí a ASARGA. Me costó muchísimo dar el paso y contactar. Mi mente todavía seguía aferrada a esa falsa seguridad de no necesitar nada, porque nada tenía.
Sin embargo, ASARGA me ofrecía la posibilidad de consultar con otros especialistas. Algo que no había hecho desde el principio. Algo tan necesario y que no hice por desconocimiento. Porque nadie nos dijo la cruda verdad de los sarcomas, porque nadie nos explicó qué era un centro de referencia, porque nadie nos dejó claro que se trataba de un tumor maligno sin tratamiento y que las cosas podrían ponerse muy duras.
Hice cuatro sesiones con los centros de referencia de San Carlos, Vall D`Hebrón, San Pau y con otro centro no CSUR, Fundación Jiménez Díaz. Ninguno de los centros hubiera hecho el tratamiento que a mi me pusieron en el hospital de Santiago, pero, lo más desconcertante, es que ninguno de los centros haría el mismo tratamiento.
Estas segundas opiniones me sirvieron para dos cosas: la primera, para bajar a la tierra de golpe y entender que se trataba de un tipo de cáncer muy peligroso, muy maligno y muy agresivo. Y que no, no estaba libre de que se reprodujera en otro órgano. La segunda, para averiguar que mi diagnóstico no era exacto y, en lugar de tener un sarcoma del estroma endometrial de grado alto, tenía un leiomiosarcoma.
¿Cómo puede ser que se hubieran equivocado en el diagnóstico? Pues, en palabras del doctor César Serrano del Vall D`Hebrón, porque él tiene el ojo acostumbrado a ver muchas de estas patologías, ya que son un centro de referencia, y en Santiago no.
Ahí lo tuve claro: si quieres tener opciones, si quieres estar con especialistas que tienen el conocimiento y, además, la experiencia, es necesario ir a un centro de referencia.
Entre agosto y septiembre me dieron 25 sesiones de radioterapia. La verdad es que me costaron. Ya tenía otro concepto de lo que tenía y la cabeza ya empezaba a preocuparse por el qué podría pasar en un futuro.
Lo bueno fue darme cuenta que la radio no me había sentado excesivamente mal. No notaba efectos secundarios y eso me hizo llevar con más tranquilidad la situación.
En este punto, el tratamiento estaba finalizado. Yo me encontraba en plena forma y notaba que los efectos empezaban a desaparecer. De hecho, ya tenía muchísimo pelito y podía ir por la calle sin taparme la cabeza.
Empezaba la vida. Empezaba a remontar y, en casa, no hacíamos más que planes de futuro. Podíamos respirar.
A mediados de octubre me empecé a quejar de un costado. Tenía tanto dolor que apenas podía dormir o coger a los niños en brazos.
Fuimos a urgencias, donde me hicieron una placa y me vieron una lesión compatible con una costilla rota. Pero era raro porque no me había caído ni había tenido ningún golpe. Solo recordaba haber ido al fisio la semana anterior y que me había crujido la columna. Pero nada con lo que pudiera justificar esa rotura.
A principios de noviembre tenía la primera revisión. Me volvieron a hacer una placa donde se seguía viendo aquella lesión en el costado, pero el pulmón estaba perfecto. Para curarnos en salud, mi oncóloga me pidió un TAC para ver más de cerca la lesión.
Lo recordaré toda la vida. Era viernes y mi marido y yo estábamos preparando las maletas para pasar un fin de semana en Madrid. Mi móvil sonaba con un número de teléfono largo. Centralita del hospital.
Me llamaban para decirme que el lunes podía ir a la consulta de la oncóloga para darme los resultados del TAC pero que podía acercarme ese mismo día que me hacía un hueco.
No sé si lo quería creer o no, pero mi cabeza pensó que haciéndome un hueco ese mismo viernes era simplemente para decirme que continuara con mi vida, que todo iba bien. Qué equivocada. Cómo, nuevamente, la vida da un vuelco y te trae tus peores miedos sin haberlos pedido.
Ese lunes fui a la consulta con mi marido, pensando que íbamos a hacer un simple trámite. A coger el testigo de una nueva revisión tres meses más tarde. Pero al entrar a la consulta lo vi en los ojos de mi oncóloga. No dejaban de mirarme. Y ahí, la noticia: metástasis en el pulmón y en los huesos.
¿En qué momento? ¿Por qué? ¿Qué se hizo mal? ¿Será que la soberbia por pensar que me iba a curar de esta enfermedad se paga?
De la noche a la mañana pasamos de tener un diagnóstico favorable a tener el peor de todos ellos. Metástasis en varios órganos.
Y así, sin contar con ello, pasé de tener un tratamiento preventivo a tener un tratamiento paliativo. Paliativo. Escribo esta palabra y todavía no llego a entender todo lo que conlleva. No porque no lo entienda sino porque no lo quiero llegar a entender.
Mi oncóloga me propuso empezar nuevamente con un tratamiento de quimio para intentar contener la enfermedad. Algo que no me podía garantizar que sucediera y, por tanto, tampoco me daba mucha visibilidad del tratamiento total. Su propuesta era combinar doxorrubicina con dacarbacina durante 6 ciclos, con controles exhaustivos.
Con ASARGA de la mano, tuve otras segundas opiniones nuevamente a los centros de referencia. Aunque con discrepancias, parecía que el tratamiento más indicado para ellos era la combinación de doxorrubicina con trabectedina.
Mi oncóloga aceptó este tratamiento, pero, por no ser Santiago un centro de referencia, había que pedir una autorización para poder dármelo de forma combinada. Viendo las posibles complicaciones durante el tratamiento y la poca experiencia de mi oncóloga, fue cuando decidí activar el protocolo SIFCO y cambiar mi tratamiento para seguirlo con el doctor Antonio Casado en el Hospital San Carlos de Madrid.
4 comments
Sofia
Hola Raquel, me he leido tu testimonio y lo primero decirte que te entiendo desde la posición que me toca como hija de una persona con quimioterapia por leimiosarcoma uterino. ¿Podríamos hablar? Estoy preocupada por mi madre y no sabemos si pedir una segunda opinión. Entiendo que no hay mejor opinion que alguien que este pasando por lo mismo. Te dejo mi correo por si decides escribirme. Gracias por tus palabras❤️
Patricia
Hola mi madre también tuvo esa enfermedad, se tiró mucho tiempo diciendo que era un mioma, hasta que en el preoperatorio ya estaba la mancha en el pulmon
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Sarcoma Challenge: el reto solidario a favor del sarcoma - ASARGAJuan Carlos García Caparrós
Mi madre murió anteayer a los 4 meses del diagnóstico. Si diagnóstico fue «sarcoma uterino de alto grado» por lo que a día de hoy desconozco el subtipo de sarcoma. Fue diagnosticada en el hospital general de Valencia, un hospital verdaderamente lamentable y tercermundista con «profesionales» con muy poca alma. Dado el estado general de mi madre, se decidió no aplicar ningún tipo de tratamiento. Decidí trasladar a mí madre al Hospital la Fe que es un centro de referencia en sarcomas en España. Fue la propia Fe donde tramitaron todo el traslado porque en el Hospital General solo me encontré con peros e impedimentos desde el Saip. En el hospital la Fe ha estado ingresada 3 meses exactos y ha recibido un trato y un tratamiento exquisitos. Recibió acetato de megestrol y doxorrubicina sola. No le hizo el efecto esperado. Todo estaba tan avanzado e iba tan deprisa que ha acabado con ella en cuestión de días. Tengo un dolor enorme y un vacío tremendo. Me siento perdido y no sé qué hacer. Intento llamar a mi madre para contarle lo que está pasando y me doy cuenta que es a ella a la que le ha pasado y ya no puedo contarle nada. No perdí las esperanzas ni en el último día. Estaba haciendo el viaje de Málaga, donde vivo, a Valencia, y aún pensaba que había solución. En fin sólo quería contarlo a alguien.